martes, 28 de enero de 2020

Lo que les hace ruido es el calificativo.


Desde aproximadamente el 2018 está circulando una discusión interesantísima sobre el llamado lenguaje inclusivo. Movimientos sociales y feministas han comenzado la tarea de propagar una forma de flexión morfológica sobre toda aquella palabra que refiera género (para esta lengua que nos colonizó: masculino y femenino). Un bravo ejercicio de modificación de algo tan cotidiano, espontáneo y verdaderamente inconsciente como la forma de hablar ¿Por qué hablamos como hablamos? ¿Por qué nos referimos a tal o cual cosa de determinada manera? Bueno, los contextos condicionan nuestras “elecciones” (qué decir, cómo decirlo). Cuenta la leyenda que todas las docentes hablamos igual, o que hablamos de lo mismo. Sin duda, estar dentro del ámbito de la educación nos lleva indefectiblemente a un modo especial de decir. También –y volviendo con la discusión- la temible tarea de usar la letra e para referirnos a un grupo mucho más amplio que el binomio impuesto, nos conduce a pensar la estrechísima relación entre la lengua y lo social (o el carácter social de la lengua). La lengua parece acompañar los cambios sociales. Y estas propuestas nos conducen a plantearnos preguntas sobre lo que está aconteciendo, qué se está moviendo alrededor nuestro. Yo misma comencé a cambiar la manera de dirigirme al curso cuando pensé en el significado de la palabra “alumnos”, y a partir de esto, ya en el aula fueron compañeros y compañeras. También a la hora de remitirme a la llegada de los españoles a nuestro suelo: ya no se trata de un “Descubrimiento” (con mayúscula), es una invasión (y posterior saqueo y muerte). Las palabras, su forma y su significado, nos dicen mucho más de lo que en apariencia parecen nombrar. Los más jóvenes están cargando la bandera de este proceso. Claro, si uno asume este reto, debe atenerse a las críticas, sobre todo del mundo hiper experimentado de los adultos. Aunque también hay jóvenes que reproducen las palabras de los adultos (y de los medios de comunicación donde abundan los adultos). Los acérrimos detractores del lenguaje inclusivo, aducen que inclusión es: menos ruido para quienes poseen TEA, o rampas para quienes usan sillas de rueda, o cartas de restaurant en Braille. Sí. Eso (también) es inclusivo, pero de otra manera. Hay algo que los grandes críticos del movimiento de la e parecen omitir, que es el carácter profundamente simbólico del lenguaje inclusivo, y es tan fuertemente representativo que justamente ha despertado pensar en qué es lo inclusivo, qué es inclusión. Sin duda es más fácil destruir a una adolescente que dice “les diputades están indecises” que ir a presentar una propuesta formal a una Concejo deliberante, a un espacio gubernamental para que efectivamente: haya menú para no videntes (ah, y ya que estamos, que haya Braille en todos los espacios públicos ¿no?), y rampas bien construidas para silla de ruedas (ah, y ya que estamos, veredas sanas de todos los barrios  así se puede circular con seguridad), y menos bocinas y menos música alta para los chicos con TEA, y yendo a una exclusión que yo misma experimenté: bancos en todas las paradas para que las embarazadas esperen el colectivo, espacios cómodos y limpios para poder cambiar a tu bebé o para darle de mamar tranquila, control para que los choferes no manejen al palo y los ancianos y embarazadas puedan agarrarse y bajar seguros, etcétera, infinitos etcéteras.

La escuela ha estado siempre muy presente en el debate en torno a la inclusión. Es realmente polémico que todavía existan “Escuelas especiales”, y la realidad es que ni los docentes estamos realmente capacitados para la inclusión, ni la infraestructura de las escuelas están listas para la inclusión, y la sociedad toda tampoco. Pero es más fácil golpear hasta el hartazgo a la piba que dice “nosotres”.
Últimamente me he visto en una encrucijada (o en varias) porque sé que la escuela no es inclusiva, en su naturaleza más íntima no lo es. Incluso la Universidad. Conozco chicos con severa dislexia que se les hace imposible resolver un parcial ¿Hay instancia oral para ellos? ¡No! “¡Que vean cómo hacen o chau”. En el aula hay una diversidad que sólo te permite pensar de manera inclusiva, y no detenerte a defenestrar a quienes deciden hablar con la e. Es hasta una cuestión de costumbre para el oído.
No me molesta para nada escuchar la práctica del lenguaje inclusivo, ni en les chiques, ni en les adultes, tampoco en la escritura. No es nocivo, no es peligroso, la lengua es una cosa viva que va mutando y pensar que algo no va a cambiar es realmente ingenuo (o terrible para los que buscamos mejorar el día a día).
Soy de las optimistas, me molesta más la mina que estaciona (de hecho y casi siempre) en la rampa y no me deja subir con el cochecito de mi beba. Soy de las optimistas, no es una desgracia un cambio de este tipo si nos hace pensar tantas otras cosas.
No toquemos sólo de oído, si hay que comprometerse con la inclusión y embanderarse con una causa, háganlo en acciones concretas, y no en comentarios al paso por las redes sociales. Seguramente les pibes que usan lenguaje inclusivo serán los primeros en apoyar cualquier cambio revolucionario y estructural en torno a la inclusión. Integremos a los jóvenes, dejemos de bardearlos.




lunes, 20 de enero de 2020

The Wife ¿una película fuera de tiempo?

Decidí mirar una peli que de alguna manera se vinculara con la literatura. 
Encontré The Wife (Björn Runge,2017) y su sinopsis era la siguiente: Joan Castleman (Glenn Close) es una buena esposa, de belleza madura y natural, la mujer perfecta. Pero lo cierto es que lleva cuarenta años sacrificando sus sueños y ambiciones para mantener viva la llama de su matrimonio con su marido, Joe Castleman (Jonathan Pryce). Pero Joan ha llegado a su límite. En vísperas de la entrega del Premio Nobel de Literatura a Joe, Joan decide desvelar su secreto mejor guardado.

Quizás porque la idea original (la novela La esposa de Meg Wolitzer) es del año 2004, quizás porque la ficción no quiere soltar a las mártires de la vida doméstica, o quizás porque no supieron cómo darle una vuelta rebelde y novedosa a la historia de la ¿pobre? Joan Castleman, es que no quedé conforme con la película. El marido, un fracasado que engaña a su esposa y que publica libros que ella escribe. La esposa, una mujer rígida, triste, diligente, acartonada que guarda silencio para la felicidad de la familia, principalmente del esposo. Y lo hará hasta último momento, porque el falso escritor estará frente a la amenaza más terrible: la mujer no soporta más ver cómo triunfa con sus obras y pedirá el divorcio. Pero eso quedará sólo en palabras porque hasta el final, el amor vencerá. Porque el amor lo puede todo. O al menos ese es el mensaje que me supo entregar el largometraje. Hay una pareja, hay algo que los une, ser cómplices de esa mentira, él también sufría mientras ella escondía su talento, ella sacrificó años de su vida, y daría más por ocultar la verdad que tanto le molesta.

El relato de un amor romántico, sacrificado. La heroína trágica sufre, es traicionada, pero es una buena esposa, lo importante es ser una buena esposa. En fin, parecía un intento por reivindicar el trabajo  y talento de la mujer en el mundo de la literatura, pero Joan Castleman (sí, con el apellido del marido) termina siendo una Mary Godwin o Collette del siglo XXI y no termina de desatarse de la figura de mujer abnegada. De hecho, los dos mejores momentos de la película (donde la actriz que encarna a Joan se luce) son justo los instantes donde está por estallar y al fin estalla, escupiéndole toda la verdad a su insulsa pareja. Y este último además, exhibe (y también lo rescato) el poder que tiene el oficio de la escritura como canalizador de tantos miedos, frustraciones, deseos, etc. Si pienso en el protagonismo de este elemento (literatura) es el gran motivo de supervivencia de Joan, quien a los 64 años, y como ella afirma con ironía , su ocupación es "fabricar reyes".

sábado, 18 de enero de 2020

Formación docente ininterrumpida

          Nadie discutiría que es lo mismo "gustar de la literatura" a "gustar de enseñar literatura". Para el primer gustar se precisa simplemente ser un buen lector. Con buen lector me refiero a leer y releer, comentar y subrayar, buscar y conseguir títulos inéditos, y llegar a conocer estilos y géneros por medio de la lectura profunda y variada,etc. Para el segundo gustar, se precisa ser un buen lector y saber estar frente a estudiantes, buscar formas amables de arrimarlos a la lectura de ficción o bien hacer innumerables intentos (malabares) para que sientan algo conocido como goce estético. Los objetivos o intenciones pueden variar de acuerdo al sujeto que cumple el rol de maestro, pero no existe una cualidad que sea suficiente. Si suponemos presentarnos como ejemplos a seguir, o exigimos grandes críticos literarios, lectores apasionados y participativos, quienes estamos frente a la clase TAMBIÉN ESTAMOS OBLIGADOS A SERLO. Es decir, tenemos que dedicarnos a leer mucho y variado, revisar lo antiguo, acercarnos a lo nuevo, y llevarlo al aula para compartir, y compartir esa misma práctica que procuramos enseñar. Algo así como ser consecuente con lo que predicamos. 

          Puede que todo lo anterior suene a consejo ingenuo o prédica anodina, pero he comprobado que funciona. Asumirnos como sujetos en formación continua no es una moda, es la manera más amable de generar un verdadero intercambio en el aula. 
           Nosotros, los docentes ¿Con qué frecuencia escribimos cuentos? ¿Logramos un relato extenso? ¿Practicamos escritura de ficción? ¿Leemos la literatura de ficción que pretendemos que nuestros alumnos produzcan? ¿Conocemos de técnicas narrativas? ¿Armamos un corpus de relatos donde se apliquen/destaquen recursos narrativos que puedan tomar los estudiantes a la hora de escribir su cuento?
Lo primero que tenemos que pensar es qué importancia le damos nosotros a la lectura ¿Proponemos diversidad de textos? ¿Sugerimos una única forma de leer? ¿Le leemos a nuestro curso? ¿Los invitamos a realizar comentarios sobre lo que leen?
Con respecto a la escritura ¿Escribimos nosotros los textos que exigimos a nuestros estudiantes? ¿Escribimos a la par de ellos para –entre todos- ir sorteando dificultades, celebrando aciertos y generando sorpresas? Además de acercar textos que nutran la experiencia como lectores (y escritores en ciernes), podemos acercarlos a nuestro propio ejercicio de escritores/”correctores”. La tarea compartida genera una situación de paridad: la consigna es nueva para todos, a todos nos cuesta empezar, todos nos esforzamos (incluso el maestro) por hacer algo que nos deje contentos, al finalizar leemos las producciones.
Prueben ser un reflejo de lo que propugnan. No falla, o al menos hace el día a día (en las aulas) más amigo, más comunitario, más rico.