Para quienes amamos los libros,
entrar en una librería produce un éxtasis particular. En mi caso, me transformo en ese individuo
consumista que nunca deseé ser. Pero verlos me abre inevitablemente el
apetito. Una quiere entrar y comenzar a devorar tapas y contratapas y hojear
como queriendo encontrar un mensaje del tipo: “Es este, soy yo, lleváme”.
Durante este período de aislamiento,
revolver estanterías se transformó en búsquedas online, consultas de catálogos web,
y no siempre saber qué había detrás de esas tapas y de esos autores. Cada editorial
y cada librería quiere ante todo vender y todo libro es presentado como una
joya imperdible. Hoy es momento para compartir
con Lila y sus flamantes 18 meses, y ese
regodeo de sentarse con ella y contar cuentos, y nombrar palabras, y conocer
historias.
No sé bien cómo, pero llegué a
Hervé Tullet. Y aunque abundaban las reseñas sobre sus libros, no quise indagar
mucho más porque lamentablemente comienzan a aparecer esos blogs donde el libro es presentado como algo “útil para” y se
adjuntan las referencias acerca de la edad aconsejable para leerlo. Sostengo
que hay una franja bastante amplia desde el primer año hasta los seis o siete,
donde el mismo libro puede dar muchas y muy diferentes satisfacciones. Por eso,
ignoro las indicaciones “a partir de tal edad”. Como decía, se lo presentaba a
Tullet como un artista que hacía libros “muy estimulantes” e “interactivos”
para los más chicos. No fue justamente por estas virtudes por lo que terminé
adquiriendo uno de sus ejemplares. Hubo algo llamativo en los títulos y sobre
todo en las tapas que conquista, y no hay mucho más que explicar sobre eso. En
la literatura infantil es muy fácil caer bajo el encanto de ilustraciones y
títulos cómicos o misteriosos. Supongo que esto tiene relación con el
destinatario, que algo sea lo suficientemente dulce y colorido para que incite
a los más peques a arrimarse.
Lo colorido en el
escritor/ilustrador francés está. Pero también hay otra cosa. Cuando compré ¡Magia! no sabía qué había en él. Bueno,
podía suponer que dentro del libro habría magia o algo parecido. Al abrirlo por primera vez experimenté una especie
de desilusión, mientras tanto, Lila
manoseaba con afán cada página. Todo se tornaba predecible o había algo mal
traducido. Más tarde abandoné mi visión de adulto, pero aún algo que me hacía ruido. Sin duda, un
extrañamiento. ¿Había historia? ¿Había puro procedimiento? ¿Era un libro que
sólo invitaba a la acción? ¿Cómo se convirtió el desencanto en admiración?
He observado en estos años de lectura,
exploración y estudio de literatura infantil que los libros ilustrados oscilan
entre dos estilos en apariencia opuestos. El primero de ellos se acerca a
dibujos naif: trazos que parecen
hechos a crayón, sin respetar límites a la hora de darle color a las figuras,
prescinde de detalles y elementos escenográficos. Los dibujos se presentan desprolijos
y consiguen un efecto de espontaneidad (Isol, Garrido, Brocha, por poner
algunos ejemplos). El segundo de estos estilos, se inclina hacia el CGI (Computer-generated imagery) o dibujo 3D,
donde sí prolifera el detalle y reinan los matices de colores, las luces y las
sombras (Morón, Aguerrebehere, entre otros). Claro que entre estos dos, hay un
gran espacio intermedio en el cual encontramos mixturas. Lo que tienen en común
estas historias ilustradas es que los personajes son humanos o animales, y
claro, el ilustrador o ilustradora nos reproducen figuras antropomorfas o animales.
Contrario a esto, el Turlututú de Tullet
es ese algo con un gran ojo y corona.
El contenido de los relatos
infantiles ha sido profundamente estudiado en el ámbito de la educación de los
más pequeños. Por desgracia, aún se mantiene ese afán de relacionar
exclusivamente la lectura con la enseñanza-aprendizaje (catalogar por edad,
catalogar por tema, libros con pictogramas o con letra en imprenta mayúscula). Incluso
yo misma a veces lo pienso y lo reproduzco. Pero cuando aparecen historias
irreverentes como El globo de Isol o
propuestas como las de Tullet con Magia,
vuelvo a creer en el gran sentido que posee la literatura en general, en la
Literatura como un espacio de pura creación. Locuras como las Tullet serían
desaconsejadas por la educación Montessori -tan de moda por estos días-, donde la
fantasía y las abstracciones están ausentes para dar lugar al realismo y a lo
concreto, ya que según María Montessori, el niño no distingue entre lo real y
lo imaginario hasta después de los seis años de edad. Y es entonces a partir de
los seis años que podría utilizar la fantasía. Una vez más, el sentido
utilitario de la literatura.
Yo no sé bien para qué podrá
servirle a Lila conocer a Turlututú, un ser que va mutando y que enloquece de
colores. Lo cierto es que tanto a ella como a mí nos encanta hojearlo. En mi
caso, por esa falta de forma concreta, porque no es algo fijo y estanco, porque
no hay relato y hay momentos. Seguro que Lila disfruta también este "yo" tratando
de desentrañar la propuesta de Tullet, en plenísimo extrañamiento. Ese placer
que llega de no sé dónde ni para qué, ¿por
arte de magia quizás?
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